Los Derechos Humanos: un arma de doble filo
Uno de los temas
más candentes en el campo de la justicia internacional es, sin duda, el que
hace referencia a los llamados Derechos Humanos. Nacidos de la voluntad de
conseguir la realización en la vida pública de todos aquellos valores de
justicia política y moral que defendía la Ilustración francesa —en consonancia
con otros procesos reivindicativos surgidos en otros lugares como en las Islas
británicas o en Norteamérica— y de cierto relativismo cultural heredero de
figuras destacadas del Humanismo francés como Michel de Montaigne, los Derechos
Humanos parecen haberse convertido, con el tiempo, en una autoridad
indiscutible en la política referente a la justicia internacional.
Es sorprendente
cómo Montaigne, en la época de sus ensayos, defiende de tal manera un
relativismo moral que llega a rozar el escepticismo —incluso en cuestiones como
la del canibalismo—, siendo muy criticado desde las posiciones iusnaturalistas
de muchos de sus contemporáneos en el debate surgido a partir del
descubrimiento europeo del Nuevo Mundo. Estas posiciones que defendían la
relatividad de la moral parecen haberse recogido en la declaración de los
Derechos Humanos, sobre todo en cuanto a los puntos sobre justicia y libertad
religiosa o de conciencia. La idea de que el estado laico sería el nexo de
tolerancia entre las diferentes expresiones religiosas y políticas,
conjuntamente con su libre ejercicio, se encuentra en el trasfondo de la
declaración de los Derechos Humanos. Pero el problema resulta más complejo
cuando esta idea se piensa intentando aplicarla a las relaciones
internacionales.
Hay que recordar
que, a pesar de que los Derechos Humanos entroncan con cierta tradición ética
relativista, la propuesta puede definirse perfectamente como un proyecto con un
fuerte tinte de realismo político —que ya podemos encontrar en los antiguos,
como Tucídides— y del liberalismo defendido por autores como Adam Smith, John Locke,
David Hume, etc. Ya en el artículo 17 de los Derechos Humanos se recoge que
toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente, y que
nadie será privado arbitrariamente de su propiedad. Es decir, la propiedad es
algo inherente a la naturaleza humana, lo que parece provenir de cierta
concepción liberal de la justicia y, por ende, de una filosofía utilitarista
clásica.
¿Cómo podemos, en el campo de la política internacional, articular una
visión relativista en cuanto a la moral con una visión utilitarista, enmarcada
en la lógica del realismo político europeo? Tucídides, que puede considerarse
el precedente antiguo del realismo político, no parece estar muy dispuesto, tal
y como explica en Historia de la guerra del Peloponeso, a respetar, sobre todo,
las creencias y las costumbres de los melios (estos confían su destino a los
dioses ante la amenaza de la Liga de Delos, liderada por Atenas) o, cuando
menos, a tomarlas en consideración. Sin embargo, seguramente, Montaigne no
vería ninguna “herejía” en algunas costumbres musulmanas y nos invitaría a
tolerarlas, porque entran dentro de la normalidad para quien las practica en
cuanto que forman parte de su sistema de cultura —muy alejado de la opinión
mayoritaria en Occidente sobre este tema, actualmente. ¿Cómo podemos articular
estas dos visiones que parecen estar presentes a la vez en los llamados
Derechos Humanos?
Hoy en día,
organizaciones como Human Rights Watch se dedican a localizar violaciones de
los Derechos Humanos en todo el mundo. Una de las situaciones que más les
preocupa es la de la actual República Islámica de Irán. Visto desde una
perspectiva internacional, el caso iraní, en relación a Occidente, recuerda al
caso de los melios en relación a la Liga de Delos; mientras que Occidente,
especialmente Estados Unidos e Israel, reclama a Irán “abrirse a aquello que
hace todo el mundo” y no nadar a contracorriente para evitar males no
necesarios, los líderes iraníes confían su destino y su salvación en la fe en
Dios.
Es evidente el
choque cultural. Así, ¿qué función tienen que jugar aquí los Derechos Humanos?
Porque tenemos que recordar que se tratan de los derechos del hombre en tanto
que ciudadano, es decir, se recogen unos derechos pensados para el sujeto,
individualmente hablando, salvo algunos artículos donde, por ejemplo, se llama
a “intentar promover el desarrollo de relaciones amistosas entre naciones”. Lejos
de esto, sin embargo, lo que nos encontramos a menudo es que estos llamados
Derechos Humanos se utilizan como un arma de doble filo; toda una autoridad en
política internacional que, esgrimida por las mayores potencias, sirve más por
su vertiente realista y utilitarista que por su vertiente de defensa de la
relatividad moral.
Se puede decir que uno de los problemas —o contradicciones— de la modernidad es la doble pretensión epistemológica, subjetivista a la vez que universalista. Los Derechos Humanos pueden ser un ejemplo más de esta problemática de la modernidad. Son relativistas a la vez que realistas y están fundados en una concepción anímica y antropocéntrica propia de la tradición cultural europea —de raíces grecorromanas. Aquello que en un principio nació como una reivindicación revolucionaria que buscaba un progreso de la justicia, a menudo es una herramienta de voluntades conservadoras. Lo que podía ser un ejemplo de voluntad de tolerancia es muchas veces un arma represiva contra las formas de voluntad de “los otros”. Aquel pensamiento que pretendía liberarse gradualmente de la opresión del iusnaturalismo teológico, es frecuentemente una potente herramienta de control internacional que, en manos de los deseos imperialistas de las mayores potencias, hace bandera de un utilitarismo realista que se asemeja más al derecho natural que pretendía reformar que al relativismo moral sobre el que quería refundarse. Las historietas de Tucídides aún siguen vigentes.